Un 14 de Febrero de 1988, mientras iba caminando por la calle la vida pasó a ser una película en blanco y negro. La retinosis diagnosticada apenas unas semanas antes comenzaba a dar las primeras señales. Un año después, sus ojos echaron para siempre el telón y el mundo se quedó a oscuras. En aquel momento era un pintor prometedor y cargado de trabajo. Resignado, guardó los pinceles en un armario y se dedicó a atesorar una biblioteca de recuerdos multicolores. “Mi madre me decía que era injusto que precisamente yo me quedase ciego, pero por otra parte es injusto pensar ¿por qué a mí? Pero…, ¿y por qué a mí no? Encerrarte en la negatividad y la queja no conduce nunca a nada”.“En aquel momento yo simplemente me dediqué a llevar una vida más tranquila y a recordar, seguía teniendo mis recuerdos”.
Durante cerca de catorce años aquel armario permaneció cerrado, custodiando exposiciones caducas, lienzos inacabados y esbozos de sueños. A sus 60 años un día Ataúlfo se sorprendió pensando en qué podría pintar.
“Un torbellino de imágenes venían a mi cabeza. Ideé un sistema, adapté materiales, después llamé a un amigo y le pedí sinceridad con el resultado, pensé que nunca lo conseguiría”.
Su amigo, crítico de arte, quedó impresionado y desde entonces Ataúlfo pinta casi cada mañana. Ha ideado un método porque según él “el mundo se basa en las proporciones”, proporciones que junto al secreto de sus cuadros se esconden en el fondo de las cucharas. De café, sopa o postre, a cucharadas contruye Ataúlfo la alquimia de sus colores; dos soperas de cobalto y una de café repleta de azul cielo para obtener el blanco añil.
En estos momentos le ayuda una joven de periodismo, Claudia.“Le he enseñado de cero a mezclar los colores, le puedo pagar un par de días por semana, la pensión no me da para pagar más, pero así me voy apañando”. Parece ser que se apaña bastante bien, ya que sus obras se parecen bastante a las de su juventud, rebosantes de luz y con una fuerza expresiva impactantes. Ahora está enfrascado en su exposición “Al amanecer del día, al atardecer de la vida”, en la que combinará en sus cuadros collages de dibujos de niños pequeños hijos de amigos suyos y poemas propios. Busca contraponer las dos fases extremas del trayecto siempre interesante que para él es la existencia.
“La vida es caduca, pero es un proceso lleno de fases, cada una tiene su función y de todas se puede aprender”.
¿Y cómo ve él esta etapa del camino que es la vejez? “Para mí es una etapa tan interesante como todas las demás, una oportunidad de seguir aprendiendo, lo único que lamento es no poder caminar bien, y lo que me duelen los huesos… consecuencias de la vida bohemía”. En este punto estalla en carcajadas antes de confesarnos que él nunca le ha tenido miedo a la muerte“la vida es finita, niñez, juventud, vejez hasta que la luz se apague del todo, y yo en este punto sé de lo que hablo, -ríe- pero es bueno que sea así, que tomemos consciencia de ello y tratemos de disfrutarla y aprovecharla un poco más. Me entristece contemplar el relativismo moral, y el materialismo que dominan nuestra sociedad, cada uno va a lo suyo sin importarle los demás”.
Cambia el tono cáustico al rememorar algunos pasajes de su vida; su niñez en un pueblo cerca de Madrid, las enseñanzas de un profesor de escuela que le introdujo la afición a la pintura a través de su amor al color. “Íbamos al campo con él, te cortaba una planta, te enseñaba los diferentes tonos de verde del tallo, los pétalos...”, su época de estudiante en la escuela de Artes y Oficios de la Calle La Palma, o sus pellas para visitar el Museo del Prado donde pasaría horas interminables hasta acabar siendo copista.
Por su memoria desfilan los amigos, las primeras exposiciones y un catálogo inabarcable de pequeños recuerdos que saborear siempre embadurnados de color. Se emociona con la imagen del verde de un trigal en verano salpicado por amapolas. “En aquel momento era un niño, sólo tenía lápices de colores y no podía representar la realidad”. Tampoco olvida una planta lirios en una tapia. Para él el color es vital.
“El hecho de vivir un año en blanco y negro ha hecho que echase el color mucho de menos”.
A Ataúlfo no le da miedo que se le olviden los colores porque él pinta con los ojos de la memoria y jamás podrá olvidar algunas lecciones imprescindibles. “Para sombrear algo blanco como el hielo necesitas siempre el azul ultramar añil”, como le dijo un amigo que volvió de la Patagonia al contemplar que las mujeres allí echaban un poco de añil en el agua para que la ropa luciese más blanca al tenderla.
Ataúlfo combate la monotonía a golpe de pincel y devora la soledad a cucharadas porque como él dice “aveces en la vejez y más si sufres algún tipo de invalidez los amigos se olvidan de uno, aunque para los que han seguido ahí o para el que le apetezca siempre tengo un cuadro dispuesto, he regalado miles…”
Al preguntarle sobre qué cuadro elegiría contemplar si recobrase la vista un momento se muestra indeciso “elegiría entre Las tres Gracias de Rubens, El caballero de la mano en el pecho de El Greco o cualquier cuadro de Van Dyck.Recuerda especialmente una obra de este pintor que contempló de niño, “Van Dyck había pintado un anciano ciego, con un leve trazo blanco, había logrado reflejar los ojos vidriosos de un enfermo, apenas un matiz, un toque finísimo que te dejaba asomarte a su alma”.
Ataúlfo pertenece a Amigos de los Mayores desde hace año y medio. Acudió a esta organización buscando ampliar su círculo social, paliar la soledad y conocer a gente joven. Lleva 6 meses junto a su voluntario Esteban. Juntos dan un paseo, charlan, y a veces Esteban le ayuda a fijar sus lienzos. En palabras de Ataúlfo, Esteban hace tiempo que dejó de ser un voluntario para pasar a ser un amigo. Juntos comparten las tardes de los lunes.Esteban nos cuenta entre risas, “aunque a él no le gusta el fútbol y yo no soy muy aficionado a la pintura, Ataúlfo ya sabe quien es Cristiano Ronaldo y yo algo más sobre quién pintó Las Meninas”