“Si tuviese cuatro o cinco años menos no me importaría probar en Estados Unidos o incluso China o Japón ¿Por qué no?, hay que atreverse, conocer otras culturas, yo siempre he sido muy aventurera…” A Rosario le brillan los ojos como luciérnagas mientras va tejiendo escalas y destinos imaginarios que de momento le  alborotan más la mesita del salón abarrotada de ejemplares del National Geographic que la maleta.

“Primero probé en París como “Au pair” pero yo quería aprender inglés, lo difícil al principio fue captar el acento, adaptarte al clima, después encontrar un trabajo”. Quien nos cuenta esto podría ser una Erasmus recién vuelta a casa pregonando sus últimas aventuras o un testimonio más entre los miles de veinteañeros que se ven forzados a abandonar cada día el país rastreando una posibilidad de un futuro incierto.  Pero el entusiasmo y el espíritu aventurero de Rosario Sánchez están salpicados de arrugas, encerrados en un cuerpo de 79 años y su Londres plagado de anécdotas, muy alejado de los vuelos de Ryan Air, las conversaciones de Skype y los trabajos en el MC Donald. Su Londres data de 1957 cuando los emigrantes españoles eran una anécdota y a una mujer española sola en la ciudad sólo podía atribuírsele el calificativo orgulloso de pionera.

Rosario es la menor de siete hermanos de una familia madrileña humilde. Empezó a trabajar en los grandes almacenes de la Sepu con 16 años, pero ella siempre tuvo claro que su destino estaba ligado al hormigueo que desde niña sintió en las suelas de sus zapatos y su futuro se encontraba al otro lado de los Pirineos. Tras una breve estancia de cuatro meses en París se decidió por Londres.

“Ya en los cincuenta estaba claro que el inglés era el idioma del futuro y yo me obsesioné con aprenderlo

Rosario estaba decidida a intentarlo “cogí mis ahorro,s decidí probar y solicité un visado de tres meses. El viaje en aquella época era complicado, primero en tren hasta Irún, otro tren hasta París y después cruzar el Canal de la Mancha en barco…”

En su familia todos estaban en contra, pero su madre era muy adelantada para su tiempo. Con su visado sólo podía desempeñar una serie de trabajos durante los primeros cuatro años, cuidar niños, ancianos, trabajo en hospitales. Empezó a trabajar como niñera, “vivía  en Baker Street como Sherlok Holmes” -nos cuenta guiñando un ojo- “sólo cobraba siete libras a la semana y guardaba dinero para las clases de inglés nocturnas”. La mejora de su deficiente inglés se convirtió en su obsesión los primeros años, pero encontró unos profesores inesperados. “Al llegar no sabía nada, sólo contar hasta diez, estaba con el diccionario todo el día, pero los niños hablan mucho y conversaciones fácile,s estaba con ellos todo el día y los copiaba”. Por las noches al acostarse leía los periódicos y los iba traduciendo con su inseparable diccionario, así fue desenredando el idioma entre titulares de “The Sun” o “The Times” hasta que por fin pudo cambiar de trabajo.

Rosario recuerda con orgullo el día que se presentó en el despacho de una directora de hospital sin tener ningún tipo de credencial ni experiencia y salió una hora más tarde con la promesa de un puesto nuevo. Allí, de auxiliar de enfermería vivió ella algunos de sus años más felices en Londres. “Tenía madera de enfermera- nos cuenta ufana-, mi verdadero sueño hubiese sido ser médico”.

Un día mientras hablaba con unas amigas se le acercó un chico inglés hablando un español infame. “Estudiaba español y buscaba alguien para mejorarlo. Me propuso un intercambio para ayudarme con el inglés”. Unos meses  y varias quedadas después el intercambio se convirtió en un matrimonio que duraría 30 años, después vinieron los hijos, hasta tres y Rosario tuvo que dejar de trabajar temporalmente, aunque después volvió a trabajar para una compañía azucarera con relaciones con Cuba. “Siempre tuve claro que quería trabajar, y  tenía que conciliar a mis hijos con el trabajo como pudiese, mi marido no veía la necesidad pero a mí siempre me ha encantado sentirme útil”.

“Al principio costó mucho, había muy pocos españoles, me decían ¿cómo es posible que hayas resistido?” 

Dice rememorando sus primeros tiempos en la ciudad “costaba mucho hacer amigos, lo pasaba mal y me acordaba de mi familia, pero yo tenía claro que había que aguantar y adaptarme, al final mereció la pena”. Cuenta reflexionando sobre la tradición emigrante de los españoles “la vida para la gente que se va no es fácil, la mayoría de la gente se volvía, no estamos acostumbrados a sufrir, el idioma, el clima… los choques culturales. Aquí en España hablamos demasiado, pero aprendemos muy poco, ellos intentan hablar menos y aprender más… sin embargo somos más abiertos, allí es cierto que cuesta hacer amigos”.

Rosario lo tiene claro cuando se le comenta sobre la nueva ola de emigración forzosa que está viviendo la juventud española. “ Irte porque no tienes otra opción no es lo ideal  pero yo recomiendo 100% a los jóvenes que lo intenten, que se vayan, hay que ser valiente. De los cobardes nunca se ha escrito nada….A mí las experiencias me han enriquecido, me han aportado cultura, han hecho mi vida más interesante, volvería a irme ahora mismo sin dudarlo, sólo con cinco años menos y sin artritis volvería a intentarlo”.

Los años fueron cayendo como la lluvia y con sus hijos ya mayores, un divorcio y sesenta y seis años a sus espaldas un día  Rosario decidió volver a España. El motivo fina,l la evidencia de que la vejez se pasa mejor en España que en otros países con mejor clima y relaciones sociales más estrechas. En su casa de Carpetana consume las jornadas entre las actividades de su Centro de Día. “Mis compañeros me dicen que ellos no dejarían salir al extranjero ni a sus hijos. Yo no puedo entenderlo, la vida no es sólo casarse y tener hijos es mucho más”. Las tardes la reciben coleccionado recuerdos entre sus lecturas, muchos de ellos de viajes, de esos  que aceleran el pulso y alimentan la vida. Como cuando recorrió junto a su marido los Estados Unidos de costa a costa en un viejo Cadillac desportillado o los meses que pasó en Sidney acompañando a una hermana que había ido en una caravana de mujeres y se quedó viuda”. “Me hubiese quedado en Australia sin dudarlo, es un país donde se respira la juventud, mi marido no se atrevió”.

Rosario no le tiene miedo a la muerte.“Yo he vivido una vida plena, no puedo decir que me haya aburrido, he hecho de todo y todavía tengo ganas de hacer cosas“ y se asoma al balcón de su edad “con las mismas ganas de aprender cosas”. Para probarlo me muestra la última manualidad que ha fabricado en el Centro de  Día”. “Aprender es la mejor forma de sentirse vivo, un día fui a pedir trabajo a un bar me pusieron delante de una pinta enorme de cerveza y el encargado me preguntó si me veía capaz de servir una igual,”-  ¿Por qué no?, si usted me enseña, contesté…”.

Rosario cuenta que en ocasiones todavía sueña con aquel tren que la llevó camino de Irún, repleto de obreros que se marchaban a trabajar a Alemania. “Aún me acuerdo de la oscuridad, yo era la única mujer,  el tren se iba acercando a la frontera y los nervios iban aumentando, yo también estaba nerviosa, triste pero también contenta. Estaba  viviendo algo único y sabía que ese instante pasaría rápido”. Como los viajes, como los años, como la vida.

Rosario pertenece a Amigos de los Mayores desde hace tres años. Según nos cuenta acudió a nuestra entidad para diversificar sus posibilidades de ocio y conocer gente nueva. Sus hijos viven en Inglaterra, sus hermanos en su mayoría fuera de Madrid y sus relaciones vecinales eran muy escasas.

Hace años que se ve con Jesús su voluntario, un chico de 20 años al que ayuda con sus clases de inglés del Instituto.,”a cambio he encontrado a un amigo, me cuenta cosas que no le cuenta ni a sus padres, de sus amigos, de las chicas… Yo intento aconsejarle  en lo que puedo, lo pasamos muy bien juntos”.